merece
la pena hablar del Mediterráneo y del agua que cabe entre Lola y las demás mujeres. cada noche cuando duerme se vuelve pez, y luego isla, y luego velero
que se pierde a costa del temporal y en ocasiones atraca en algún puerto. otras
veces se desvanece entre la niebla, la bruma, y los corales que arrastra por
debajo, a su paso. arranca de raíz las anémonas y la muy hija de puta deja a
los peces payasos sin casa ni protección, y ellos la persiguen con cólera en
busca de justicia. Lola con sus manos es capaz de modificar el curso de la
corriente buceando por la espuma de las olas, y cuando siente que el pecho se
le hunde saca la cabeza para respirar, tomando aire. pero después se infla de valor
y se vuelve atrevida. se deja llevar por las mareas que van (y pocas veces
vienen), y la remolcan a orillas de desiertos que no le corresponden, y dime tú
allí qué puede hacer entre tanta polvareda si de lo que está acostumbrada ella
es a nadar bajo el agua.
ya había estado antes en el desierto del Sahara, de
Sonora, de Atacama, pero ninguno de ellos había presenciado de noche. y es
que a pesar de no existir luz en un radio de novecientos metros tenía la imaginación suficiente como
para describir dunas que por la mañana habían sido pisadas por extranjeros,
turistas, quizás algún que otro amante intrépido, quién sabe.
yo sabía que ella,
en contra de su voluntad, había terminado siendo arrojada a arenales, todos muy
parecidos entre sí, pero todos deshabitados. la pobre Lola no soportaba la arena que se le metía en los
ojos y le pinchaba como puntas de alfileres cuando se movía arrastrando los
pies del cansancio. y luego detrás de cada alucinación iba la gilipollas a
regar los cactus que poblaban la orilla de su cama pensando que algún día
podrían crecer nogales –los favoritos de su abuela- y que serían ellos con
seguridad los que se chupasen todo el agua del Mar Mediterráneo, y acabar así
con el motivo que separaba a Lola de las demás.
merece la pena hablar del Mediterráneo cuando Lola está nadando en él,
la última vez
que pude verla fue a lo lejos, cerca de una playa abandonada, que ahora no
recuerdo su nombre con exactitud. tan lejos se encontraba que la confundí con
un trozo de palet de esos utilizados hoy día para decorar y hacer camas y
sofás. la niebla contribuyó a dicha confusión. me subí a la azotea yo sola, con
la esperanza de divisarla mejor y a lo lejos (tan lejos) quise hablarle de algo
que hoy día ya no recuerdo.
y sus venas llenas recorriendo
todo su cuerpo en cada brazada que le veía dar. llenas de salitre, de espuma, llenas
de mar. Lola estaba saliendo a flote ella sola. Lola. sola. y a mí se me rellenaron los
pulmones de aire, los bronquios de gozo. viajé a través de sus iris, que se
cerraban con el escozor del oleaje, y quise engancharme a su cintura y seguir
su movimiento, cogerla, agarrarla con fuerza. ver cómo entraba luz por sus
pupilas, y mirarle rápido, muy rápido. juro que en ese momento hubiese sido
capaz de recorrerme las seis millas marinas que nos separaban y obstruían mi
sangre haciendo tapón en todas las arteriolas que se dirigían hacia mis músculos, sólo por verla de cerca.
me bajé de la azotea como pude, y ensucié mis pies de granos de arena
diminutos, corriendo hacia la orilla. mojé mis dedos y la piel se me erizó al
tiempo que intuía a lo lejos a Lola llena de vida, pero ya demasiado lejos. nadaba
demasiado rápido para volverse pez, o isla, o velero para atracar en algún
puerto.
Lola con sus manos era capaz de modificar el curso de la corriente
buceando por la espuma de las olas, y cuando sentía que el pecho se le hundía sacaba la cabeza para respirar, tomar aire.
cuando yairrou
sube a la azotea
y se ve a
sí misma en el Mar Mediterráneo
pasa esto.