19 de febrero de 2018

duele el amor cuando no se hace.

vivimos para doler. todos los días desde el momento en que nacemos están puestos ahí, a conciencia, para doler. duelen personas, duelen olores, duelen ideas, duele el tiempo cuando pasa y cuando no. estamos condenados al sufrimiento, y ni siquiera nadie nos ha dado la opción de elegir. nadie hace ventisiete años se acercó a la barriga de nadie a susurrarle un poco de qué iba la historia esta. 
todos los días de la vida están hechos para doler y únicamente uno de ellos se salva, 
el último. 
duele el tortazo que te da la matrona después de que tu madre haya hecho de tripas corazón. duele la marca de sus ganas. todos esos putos dedos señalados en la piel,
para luego empezar a respirar.
pero joder, de qué me voy a quejar. quién se acuerda de esa primera torta a mano abierta. ese día fue el inicio del calvario. habiendo abierto la veda de esa manera no podría esperar cosa distinta.
a esta primera guantá le han seguido al menos un centenar más, y todo para luego 
respirar, 
si es que menuda gilipollez sin sentido. 

vivir es algo parecido a cuando aquella vez mi madre me dio una bofetada por romper su colonia favorita mientras saltaba con ella encima de la cama. juro que nadie, a día de hoy, sabe lo mal que llegué a sentirme. absolutamente nadie, ni siquiera mi madre. fue imposible arreglar todo aquello; la habitación al completo olía a culpa y remordimiento. estaba empapada la alfombra, el espejo me miraba con crueldad señalándome con el dedo y riéndose el muy hijo de puta, la losa descascarillada donde tropezó con malicia el bote no paraba de quejarse mientras se estremecía, había millones de cristales diminutos repartidos por todo el dormitorio, incluyendo mis dedos. y ese asqueroso olor a culpa corría chocando con las ventanas y se me metía en las sienes pudriéndome por dentro.
me sentía de puta pena pero cómo coño iba a arreglar aquello.
sólo me quedaba impregnar la vergüenza en la fregona, retorcerla con vehemencia, y pasarla por cada baldosa que hubiera quedado manchada de culpa. en ese momento escuché cerrarse la puerta de la entrada. mis oídos comenzaron a emitir un pitido que hacía nudo a mi garganta, comprimiéndome así el ansia por reparar lo estropeado. recogí todos los restos de mi delito con la cabeza baja y percibiendo lo inminente. cristal a cristal me fui abriendo la piel. la fragilidad me perforaba las palmas,
el costado,
las zarpas.
me rasgué las pestañas con la torpeza de la prisa. me fui doliendo cada vez más, poquito a poco, más. pero me lo tenía merecido,
por eso quizás dolía menos.
en ese momento no me preocupaba que me agrietara el pellejo porque sabía que esas heridas eran las únicas que podrían cicatrizar. 
el dolor de la mejilla que vino después era diferente. 
de aquella segunda guantá de mi vida no hubo rastro físico. lo que sí hubo fue una sensación hormigueante, como si me hincaran con inquina un puñado de agujas entre las encías.
hoy día no queda ningún rastro en la piel de aquel segundo prefacio, sólo el poso de la culpa manchando las palabras que aún se esconden entre piedras por miedo a que alguien,
libre de pecados,
se atreva a acercarse.

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