27 de noviembre de 2012

no estés sola, Soledad



Lola se había tirado la última semana llorando tanto que ni siquiera recordaba qué día comenzó concretamente su diluvio universal. no sabía si con el café de por la mañana o con el edredón nórdico de la noche anterior. lloraba, lloraba mucho. qué digo, muchísimo. como el año anterior que en un ataque de rebeldía preadolescente le chilló a su hermana palabras tan feas que luego no tenía valor ni de mirarle a los ojos. si hago un esfuerzo todavía se me viene a la cabeza cómo lloró aquella noche (y los tres días siguientes) al recordar las palabras que salían de su boca y la cara rota e inerte de su hermana. pues igual pasó ese día, ese domingo, para ser más exactos. lloraba tanto que parecía que nadie sería capaz de cortar ese grifo. primero lloró en casa y luego salió a la calle para subirse a un autobús, llorando, y luego también lloró en un tren. como jugando a ver qué corría más rápido, si las lágrimas por sus mejillas o el mundo fuera de su asiento de tren o de autobús.
había una pareja que se estaban dedicando palabras bonitas entre ellos y algún que otro beso, y la miraron llorar y Lola se sintió orgullosa de lo que estaba haciendo, porque ella sabía llorar bonito. lloraba disimulado y suave. ella siempre llora bonito, mucho más que cualquier otra chica que hubiera visto antes. 

Lola lloraba, y encima, lloraba bonito.

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