1 de septiembre de 2011

lo hice. me tiré al agua sin pensarlo. y salí corriendo con las gotas cayendo sobre la arena sin importarme que los pies ardieran en sintonía. y aquel niño no paraba de llorar, asfixiándose en su propia pena. salían lágrimas de aquellos ojos turquesas lenta y progresivamente, compitiendo unas con otras a ver cuál tardaba más en llegar al final de la comisura de los labios. era un niño lo suficientemente mayor como para no emocionarse al encontrarse una moneda de 20 céntimos (esos 20 céntimos) y lo suficientemente pequeño como para buscar la atención de la madre en cada movimiento que realizaba, en cada castillo que hacía y en cada grano de arena que se le clavaba en las pupilas.

odiaba que no parase de chillar y de patalear manifestando su felicidad. no digo que me moleste que la gente sea feliz, pero era el tipo de niño que, aun siendo insoportable, tenía un noséqué que taladraba mis mejillas produciéndome una sonrisa. una sonrisa que se desvanecía para dejar paso a la exasperación en cuanto le volvía a escuchar sollozar. era entonces en ese momento cuando aprovechaba para bañarme en sal, nadar hacia lo más remoto y divisarlo a lo lejos en el horizonte. allí sí daba gusto verle gimotear en la orilla, con esa inocencia infantil. tenía una risa divina y un encanto en esos ojos turquesas que te hacía olvidar cualquier tristeza adyacente.
tenía algo que me hacía desternillarme de risa, esos párpados hirientes y esa mueca que conseguía sacar lo mejor de mí cada vez que me lo encontraba en la playa.


creo que nunca deberíamos crecer.

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